La vergüenza política como motor de cambio
Jorge Mario Rodríguez
El reciente libro del filósofo francés Fréderic Gros sobre el carácter revolucionario de la vergüenza es una valiosa contribución a la creciente literatura sobre la relevancia decisiva de las emociones y sentimientos políticos. Esta literatura solo puede ser ignorada a costa de olvidar que los proyectos políticos transformadores hunden sus raíces en los cauces profundos de nuestra conciencia y sensibilidad, la cual nunca es privada, sino profundamente social.
Para que una emoción sea política debe constituirse en un sentir que se trasmite por todo el cuerpo social, una corriente anímica que motiva a la acción colectiva. El ser humano es así: la acción enérgica viene del amor, de la alegría, del deseo de evitar el dolor. Y en este orden de ideas va siendo claro que existe una vergüenza quemante, una ira que surge de la conciencia de la humillación que experimentamos en los más variados escenarios de la vida cotidiana. Es una emoción colectiva que fue identificada como revolucionaria por Karl Marx —ese pensador tan vilipendiado como desconocido.
El libro de Gros recuerda la idea de “vergüenza del mundo”, noción desarrollada por el inolvidable de Primo Levi, el superviviente de los campos de concentración nazi. Para desarrollar esa idea, Levi recuerda al poeta inglés John Donne, quien en su breve poema “Ningún hombre es una isla” reflexionaba, hace siglos, sobre la interconexión humana y notaba que la “muerte de cualquier hombre me disminuye porque yo pertenezco a la humanidad”. Levi cuestiona a aquellos que, como los alemanes de la época hitleriana, voltean la espalda ante la culpa propia o la de los otros, para aliviarse de “su cuota de complicidad y connivencia”.
Es claro que la acusación de complicidad es ineludible porque, en diferentes medidas, somos responsables por el mundo, si no por acción al menos por omisión. Para el autor francés, la vergüenza ante la obscena desigualdad, ante la aceptación de la violencia y ante tantas situaciones hirientes no puede permanecer “encerrada en un corazón herido”, puesto que entonces se transforma en desprecio de uno mismo. Dicha vergüenza se convierte en ese enojo que debería movernos a actuar para la transformación social.
Sin embargo, en la época de las redes sociales, dicha ira es manipulada por aquellos que tienen una responsabilidad ante el descalabro del mundo y que, paradójicamente, no sienten ninguna vergüenza por ello. Y es que vivimos en la época del descaro, en donde se pisotea al prójimo, en donde se lo trata de manera subhumana. Frente a los dictados del poder y la corrupción, somos incapaces de decir lo que pensamos, lo que sentimos. Muchos ciudadanos van a un hospital para ser tratados como apestados; enfurece mostrar una abyecta amabilidad con la persona que, al otro lado de la ventanilla, ejerce su podercillo para evitar que un trámite simple no se convierte en un calvario burocrático.
¿Por qué no reconocemos de una vez que la vergüenza, el enojo, el hartazgo y la indignación son resortes que debe canalizarse en proyectos políticos emancipadores? No podemos limitarnos a generar esos incendios interiores que solemos liberar por medio del golpeteo de teclas para lanzar insultos; la ira no se disipa con emoticones ni con esos votos que damos a aquellos que quizás se olvidarán de nosotros cuando lleguen al poder.
¿Por qué hemos permitido la instrumentalización de nuestros sentimientos colectivos? La pregunta es todavía más relevante cuando se avizora la lucha para el siguiente gobierno en nuestro país. Tanta gente busca el poder sin siquiera percatarse que son incapaces de conectar con esa energía social que solo puede saciarse con un orden en el que existe la justicia.
Muchos proyectos de lo que todavía quieren identificarse con las motivaciones emancipadoras de la sociedad no apelan a los sentimientos legítimos de la gente. Los proyectos se van diluyendo en propuestas desvinculadas que no logran movilizar la energía interior de los ciudadanos avergonzados de su situación.
Es necesario comprender los signos de la época para recuperar el futuro: vivimos un tiempo de confusión y desesperanza. Las lecciones se van acumulando, pero necesitamos reflexionar para convertirlas en referentes de la acción política emancipadora. No podemos conformarnos con propuestas políticas carentes de imaginación.
Y se debe empezar desde ahora. El gobierno actual debe reconocer que cuando apela a la memoria democrática de nuestra sociedad, debe conectar con esas ansias de dignidad que en su momento fueron movilizados por la gloriosa revolución de 1944. Todavía es tiempo para cambiar de rumbo y recuperar la espiritualidad de la política.
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